Yo no quería un funeral con mucha gente,
quería algo íntimo y eso fue lo que hice.
La ceremonia fue en la iglesia de la
ciudad, una magnífica construcción que no se sabe a ciencia cierta el año de su
edificación.
La ceremonia duró poco más de media hora,
tiempo que se me hizo eterno, sólo quería salir de allí lo antes posible. Todo
había acabado, mi historia con ella quedaba ya muy atrás. El sufrimiento lo
llevaría tatuado de por vida.
La
incineración se llevo a cabo en el
crematorio de las afueras de la ciudad, justo al lado del río que la cruzaba, en unas instalaciones que ni quiero
recordar. La sala de espera donde me encontraba era circular, de colores ocres donde
un par de murales de nenúfares adornaban las paredes, una butaca con la piel
desgastada, un sofá con los cojines estampados en flores y una mesa demasiado
baja llena de revistas de gastronomía cortesía del restaurante come bien y rápido de la ciudad.
La espera fue tensa, mis pensamientos se
difuminaban mientras las manecillas del reloj, colgado de cualquier manera en la
desconchada pared, marcaban el compás de
una melodía silenciosa. Por fin se abrió la puerta, y el señor que entró, con
porte elegante y rostro serio me dio la urna con los restos de ella. Con una
leve inclinación de cabeza el hombre de traje claro dio media vuelta y con paso
decadente abandonó la sala.
El tacto de la urna, suave y frío, me
devolvió a la realidad. Era de cerámica, pintada con flores de limonero, obra
del alfarero de la ciudad, una obra de arte para contener los restos de la
mujer más maravillosa del mundo.
-Gracias.- Le dije al hombre de traje
claro que ya no estaba. –Como transportado por una nube, giré y me dirigí hacia
la puerta, sin mirar atrás, sin decir nada.
No sé cómo, no lo recuerdo, pero estaba ya
sentado en la parte de atrás de un taxi, al que tampoco recuerdo haber llamado.
En mi regazo la tenía a ella, a mi derecha un ramo de flores, a mi izquierda un
vacío opresor. El conductor, un hombre joven de piel negra y porte elegante
puso en marcha el coche y el ronroneo del motor volvió a hundirme en un duerme
vela.
La ciudad pasaba ante nosotros, lo único
que rompía el silencio, era el crujir de la gravilla bajo las ruedas del coche.
El taxista encendió la radio con un movimiento rápido mientras
observaba a su pasajero por el espejo retrovisor.
…¡si,
cielos santo! Que rápido a pasado el tiempo, ya llega el día las fiestas del la
ciudad, la fiesta de la
Manzana huuuuuoooo... la melodía de fondo era la orquesta
municipal, un jolgorio de instrumentos alocados. Este año para el ganador del concurso habrá un premio especial, un…
Un clic, y se hizo el silencio.
Salí de mi trance y me fijé por donde
íbamos, todavía quedaba un buen trecho hasta casa. Los árboles y casas pasaban
desdibujados y los sonidos de la ciudad se mezclaban con los del coche.
Una pausa querido lector,
mientras nuestro protagonista de dirige a casa en un taxi que el no ha llamado
déjame que te haga de turista. Avanzamos junto al taxi a una velocidad de unos
noventa kilómetros por hora, una velocidad todo hay que decirlo un poco
elevada, pero como no hay policías por los alrededores ni habitantes
despistados que pudieran ser atropellados, dejaremos que el taxista sea el que
decida la velocidad más adecuada. Como decía avanzamos junto al taxi y
atravesamos el puente del Ahorcado. El nombre fue puesto en memoria del primer
hombre que ajustándose una soga al cuello y el otro extremo a alguna zona del
mismo puente (se desconoce donde narices pudo atar la soga, ya que no hay
sobresalientes ni nada por el estilo) saltó al vacío, unos cuarenta y tres
metros o cincuenta según desde donde saltara (dato que tampoco sabemos) y que
por muy poco, más que ahorcado, acaba decorando las arenas que abajo le
esperaban. Logró realizar su propósito, romperse el cuello con el tirón que dio
la soga al acabarse la cuerda que gracilmente había dejado enroscada en puente.
No calculó bien, los nervios suponemos, pero utilizó demasiada cuerda y acabo
rozando con la punta de las botas le arena, eso si, muerto del todo, que eso si
lo hizo bien.
Bajo el puente, donde nace
el arco, ahora hay una explanada de tupido césped, en el que se reúnen por las
noches los edulcorados amantes a susurrarse promesas y demás acciones, pero no es el momento de contaros por el bien de la
intimidad de los que ahora incluso algunos son una familia honrada, no quisiéramos
ponerles en un apuro. De otros, bueno, siguen viniendo por esta zona
engatusando a muchachas de dudosa reputación. ¿Por donde iba? Ah, si, dice la
leyenda, que el ahorcado fue el propio constructor (quizás ahora podamos llegar
a entender donde ató el cabo opuesto de la soga, el sabría donde) que viendo
finalizada su magna obra y quedando disgustado con el resultado final, no
aguanto la situación y decidió poner fin a su vida. Pero son sólo leyendas que
pasaron de generación en generación y que ya son parte de la ciudad, y como
bien sabemos, la leyendas no son simples leyendas, sino que en la raíz hay algo
de realidad y creedme, el famoso ahorcado si que llegó a echar raíces.
Después de conocer un poco más
del folklore del lugar volvamos con nuestro protagonista que está a punto de
llegar a su destino.
Ella la llamaba mi ciudad, yo en cambio decía mi
pueblo, eso la hacía rabiar, y me ganaba un pellizco doloroso en el brazo,
cosa que me hacía reír a carcajadas y a ella al final también.
Llegué al pueblo hace unos años, no lo
tengo muy claro, sufro de una especie de amnesia o lagunas, según que médico me
vea. Venía de una gran ciudad o eso creo, a doce horas de camino en coche o
quizás más, o menos, es todo tan confuso. Fue toda una aventura para mí empezar una
nueva vida en un pueblo pequeño como este. Realmente me costó habituarme a
vivir en este sitio, con las calles tan amplias, sus plazas, sus pequeños
comercios, pero lo que mas me costó, fue entender a la gente del pueblo. Nunca
en la vida pude imaginar que gente tan dispar y pintoresca pudiesen convivir en
armonía. Era un pueblo sacado de un cuento de fantasía.
El chirrido de las rudas al frenar, me
despertó de la duermevela del camino. Habíamos llegado a mi casa. Un escalofrío
recorrió mi cuerpo. Demasiadas sensaciones me despertaba esa casa. Bajé del
coche con ella todavía sobre mi pecho, y me despedí del taxista dándole un par
de billetes que ni miré. Tenía esa cosa en el estómago, un cosquilleo. Miré al
taxista mientras daba la vuelta para irse y me pregunté como había sabido donde
vivía ¿acaso se lo había dicho? No lo recuerdo. Caminé hacia la entrada, que
hacía poco había pintado de negro. Busqué las llaves en mi bolsillo y metí en
la cerradura la llave de color morado. Siempre he tenido problemas con las
llaves, así que ella me hizo copias de colores para que recordase donde iba cual.
Ella siempre me hacía las cosas fáciles. La puerta cedió sin problemas, al
abrirla gritó dándome la bienvenida, nunca me acuerdo de engrasarla. La cerré a
mi espalda, y me quedé mirando el camino que llevaba hasta la puerta de casa.
Polvoriento, a medio hacer y en los bordes plantaciones de diferentes
colores. Un enano de rojo sombrero
puntiagudo y un fanal en la mano derecha, me invitaba a seguir el camino.
Me encaminé a la entrada y en el felpudo, píseme con cuidado, me descalcé, dejando
los zapatos a un lado. Empujé la puerta, estaba abierta, nunca la cerraba, no
hacía falta. En este pueblo nunca robaban, todo lo podías pedir prestado. Se le
podía llamar hurto cuando llegaba el caso de que no te devolvieran lo pedido, y
aún así, el juez siempre dictaminaba lo mismo.
Cabe hacer un inciso querido
y paciente lector, el juez al que el protagonista alude, que ya lo conoceremos
mas adelante, es un juez autodidacta, lector compulsivo y amante de las
películas sobre abogados y juicios, sabría trascribirte de una tacada todo el
juicio de Nuremberg, y como sabéis podría llevarle un tiempo bien largo, pero
se lo sabe de pe a pa. Fue elegido por votación popular después de varias
adjudicaciones que no habían salido bien (dos de los jueces anteriores habían
abandonado en pueblo sin más y uno de ellos está en paradero desconocido), no
acababan de comulgar con la forma de pensar de los habitantes del pueblo y
menos con su alcalde, persona que también conoceremos más a delante y que no
tiene desperdicio. En fin que el juez, autóctono y autodidacta como te he dicho
es el encargado de poner las cosas en su sitio si alguna vez se salen del
tiesto. A continuación un fragmento de la ley que creó en caso de robo o hurto.
ARTÍCULO 163.1.3
Si
el objeto dejado o cualquier otra cosa
prestada llevan más de un año en tu casa, es tuyo por derecho, y el antiguo
propietario no podrá en ningún caso volver a mencionar dicho objeto o cualquier
otra cosa con la palabra “mío” o “mí”,
ya que no volverá a ser su dueño legítimo.
Salvo si lo prestado es una persona física o animal, pero, siempre había un pero, si la persona o animal no quiere volver, está
en su derecho de quedarse donde quiera…
Sigamos
pues con la historia.
La casa olía como siempre, una mezcla de
varias flores con un toque de canela. Todo me recordaba a ella, y eso me dolía
y a la vez me reconfortaba. Al final del pasillo a mano derecha estaba el baño,
me fui hacia el. Encendí la luz, una bombilla solitaria que pendía de un cable
que pedía a gritos un cambio. Dejé a mi princesa en la repisa que había al lado
de la bañera, al lado del jabón y el agua de colonia. Me senté en el taburete y
empecé a quitarme los calcetines, con ciervos y guirnaldas, sin duda regalo de
las navidades, y me masajeé primero un pie, luego el otro. Fui a la bañera, le puse el tapón y giré el
grifo para dejar correr el agua caliente, mientras se llenaba terminé de
desnudarme. Le eché una mirada a la urna, las flores pintadas parecían moverse,
las acaricié.
El espejo empezaba a empañarse a causa del
vapor del agua caliente, lo limpié con la mano y vi mi rostro desdibujado,
cansado mirándome inquisitoriamente, aparté la mirada y apagué al agua
caliente. Templé el agua abriendo la fría, me metí hasta que el agua me llego
al cuello. Hacía meses que no tomaba un baño.
Despejé la mente y poco a poco fui cayendo
en un sueño acogedor.
No se cuanto tiempo pasó, pero el agua ya estaba fría, y mi cuerpo
como una uva pasa. Salí tiritando, agarré el albornoz y me senté en el suelo
con la espalda apoyada en la bañera. Tenía las rodillas agarradas y la cabeza
sobre ellas, el agua me resbalaba por el cuerpo dejando un juguetón charquito
entre mis piernas.
No pude reprimir las lágrimas y las dejé
caer sobre el agua que había a mis pies. Un temblor recorría mi cuerpo, muchos
días aguantando no derrumbarme, ahora en la soledad el cansancio y la pena
hacía mella en mí.
Levanté la vista, nublada por las lágrimas
y me quedé mirando la pared. En los azulejos color azul las gotas causadas por
la condensación describían caminos erráticos en una carrera hacia el suelo. Notaba las pulsaciones en la
sien, palpitaciones que hacían que un terrible dolor de cabeza asomara. Agudo,
dolor agudo que hizo que cerrara los ojos con tanta fuerza que ante mi
aparecieron cientos de lucecitas de colores. Más dolor. Intenté levantarme. Las
piernas parecían pertenecer a otra persona. El albornoz resbalaba poco a poco
hasta que cayó arremolinado a mis pies. Abrí los ojos, y nada. Los colores
seguían titilando ante mí con más fuerza. Un paso, otro y me enredé con el
albornoz. Mi cuerpo no respondía a la llamada de emergencia que mi cerebro
mandaba y caí golpeándome la cabeza con el borde la bañera. Las luces se
apagaron. Oscuridad.
El agua en torno a mi se tiñó de color
rosado y alrededor de la cabeza fue formándose un perfecto y colorido trébol de
cuatro hojas de color rojo intenso que se mezclaba con el agua y las lágrimas
en un baile de superficiales ondulaciones.
© Reservados todos los derechos de esta obra.
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