sábado, 1 de marzo de 2014

Capítulo 1



Yo no quería un funeral con mucha gente, quería algo íntimo y eso fue lo que hice.
La ceremonia fue en la iglesia de la ciudad, una magnífica construcción que no se sabe a ciencia cierta el año de su edificación.
La ceremonia duró poco más de media hora, tiempo que se me hizo eterno, sólo quería salir de allí lo antes posible. Todo había acabado, mi historia con ella quedaba ya muy atrás. El sufrimiento lo llevaría tatuado de por vida.
 La incineración se llevo a cabo en el  crematorio de las afueras de la ciudad, justo al lado del río que la  cruzaba, en unas instalaciones que ni quiero recordar. La sala de espera donde me encontraba era circular, de colores ocres donde un par de murales de nenúfares adornaban las paredes, una butaca con la piel desgastada, un sofá con los cojines estampados en flores y una mesa demasiado baja llena de revistas de gastronomía cortesía del restaurante come bien y rápido de la ciudad.
La espera fue tensa, mis pensamientos se difuminaban mientras las manecillas del reloj, colgado de cualquier manera en la desconchada pared,  marcaban el compás de una melodía silenciosa. Por fin se abrió la puerta, y el señor que entró, con porte elegante y rostro serio me dio la urna con los restos de ella. Con una leve inclinación de cabeza el hombre de traje claro dio media vuelta y con paso decadente abandonó la sala.
El tacto de la urna, suave y frío, me devolvió a la realidad. Era de cerámica, pintada con flores de limonero, obra del alfarero de la ciudad, una obra de arte para contener los restos de la mujer más maravillosa del mundo.
-Gracias.- Le dije al hombre de traje claro que ya no estaba. –Como transportado por una nube, giré y me dirigí hacia la puerta, sin mirar atrás, sin decir nada.
No sé cómo, no lo recuerdo, pero estaba ya sentado en la parte de atrás de un taxi, al que tampoco recuerdo haber llamado. En mi regazo la tenía a ella, a mi derecha un ramo de flores, a mi izquierda un vacío opresor. El conductor, un hombre joven de piel negra y porte elegante puso en marcha el coche y el ronroneo del motor volvió a hundirme en un duerme vela.
La ciudad pasaba ante nosotros, lo único que rompía el silencio, era el crujir de la gravilla bajo las ruedas del coche.
El taxista encendió la radio con un movimiento rápido mientras observaba a su pasajero por el espejo retrovisor.

…¡si, cielos santo! Que rápido a pasado el tiempo, ya llega el día las fiestas del la ciudad, la fiesta de la Manzana huuuuuoooo... la melodía de fondo era la orquesta municipal, un jolgorio de instrumentos alocados. Este año para el ganador del concurso habrá un premio especial, un…

Un  clic, y se hizo el silencio.
Salí de mi trance y me fijé por donde íbamos, todavía quedaba un buen trecho hasta casa. Los árboles y casas pasaban desdibujados y los sonidos de la ciudad se mezclaban con los del coche.




              Una pausa querido lector, mientras nuestro protagonista de dirige a casa en un taxi que el no ha llamado déjame que te haga de turista. Avanzamos junto al taxi a una velocidad de unos noventa kilómetros por hora, una velocidad todo hay que decirlo un poco elevada, pero como no hay policías por los alrededores ni habitantes despistados que pudieran ser atropellados, dejaremos que el taxista sea el que decida la velocidad más adecuada. Como decía avanzamos junto al taxi y atravesamos el puente del Ahorcado. El nombre fue puesto en memoria del primer hombre que ajustándose una soga al cuello y el otro extremo a alguna zona del mismo puente (se desconoce donde narices pudo atar la soga, ya que no hay sobresalientes ni nada por el estilo) saltó al vacío, unos cuarenta y tres metros o cincuenta según desde donde saltara (dato que tampoco sabemos) y que por muy poco, más que ahorcado, acaba decorando las arenas que abajo le esperaban. Logró realizar su propósito, romperse el cuello con el tirón que dio la soga al acabarse la cuerda que gracilmente había dejado enroscada en puente. No calculó bien, los nervios suponemos, pero utilizó demasiada cuerda y acabo rozando con la punta de las botas le arena, eso si, muerto del todo, que eso si lo hizo bien.
             Bajo el puente, donde nace el arco, ahora hay una explanada de tupido césped, en el que se reúnen por las noches los edulcorados amantes a susurrarse promesas y demás acciones, pero  no es el momento de contaros por el bien de la intimidad de los que ahora incluso algunos son una familia honrada, no quisiéramos ponerles en un apuro. De otros, bueno, siguen viniendo por esta zona engatusando a muchachas de dudosa reputación. ¿Por donde iba? Ah, si, dice la leyenda, que el ahorcado fue el propio constructor (quizás ahora podamos llegar a entender donde ató el cabo opuesto de la soga, el sabría donde) que viendo finalizada su magna obra y quedando disgustado con el resultado final, no aguanto la situación y decidió poner fin a su vida. Pero son sólo leyendas que pasaron de generación en generación y que ya son parte de la ciudad, y como bien sabemos, la leyendas no son simples leyendas, sino que en la raíz hay algo de realidad y creedme, el famoso ahorcado si que llegó a echar raíces.
      Después de conocer un poco más del folklore del lugar volvamos con nuestro protagonista que está a punto de llegar a su destino.



Ella la llamaba mi ciudad, yo en cambio decía mi pueblo, eso la hacía rabiar, y me ganaba un pellizco doloroso en el brazo, cosa que me hacía reír a carcajadas y a ella al final también.
Llegué al pueblo hace unos años, no lo tengo muy claro, sufro de una especie de amnesia o lagunas, según que médico me vea. Venía de una gran ciudad o eso creo, a doce horas de camino en coche o quizás más, o menos, es todo tan confuso.     Fue toda una aventura para mí empezar una nueva vida en un pueblo pequeño como este. Realmente me costó habituarme a vivir en este sitio, con las calles tan amplias, sus plazas, sus pequeños comercios, pero lo que mas me costó, fue entender a la gente del pueblo. Nunca en la vida pude imaginar que gente tan dispar y pintoresca pudiesen convivir en armonía. Era un pueblo sacado de un cuento de fantasía.

El chirrido de las rudas al frenar, me despertó de la duermevela del camino. Habíamos llegado a mi casa. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Demasiadas sensaciones me despertaba esa casa. Bajé del coche con ella todavía sobre mi pecho, y me despedí del taxista dándole un par de billetes que ni miré. Tenía esa cosa en el estómago, un cosquilleo. Miré al taxista mientras daba la vuelta para irse y me pregunté como había sabido donde vivía ¿acaso se lo había dicho? No lo recuerdo. Caminé hacia la entrada, que hacía poco había pintado de negro. Busqué las llaves en mi bolsillo y metí en la cerradura la llave de color morado. Siempre he tenido problemas con las llaves, así que ella me hizo copias de colores para que recordase donde iba cual. Ella siempre me hacía las cosas fáciles. La puerta cedió sin problemas, al abrirla gritó dándome la bienvenida, nunca me acuerdo de engrasarla. La cerré a mi espalda, y me quedé mirando el camino que llevaba hasta la puerta de casa. Polvoriento, a medio hacer y en los bordes plantaciones de diferentes colores.  Un enano de rojo sombrero puntiagudo y un fanal en la mano derecha, me invitaba a seguir el camino.
Me encaminé a la entrada y en el felpudo, píseme con cuidado, me descalcé, dejando los zapatos a un lado. Empujé la puerta, estaba abierta, nunca la cerraba, no hacía falta. En este pueblo nunca robaban, todo lo podías pedir prestado. Se le podía llamar hurto cuando llegaba el caso de que no te devolvieran lo pedido, y aún así, el juez siempre dictaminaba lo mismo.

         Cabe hacer un inciso querido y paciente lector, el juez al que el protagonista alude, que ya lo conoceremos mas adelante, es un juez autodidacta, lector compulsivo y amante de las películas sobre abogados y juicios, sabría trascribirte de una tacada todo el juicio de Nuremberg, y como sabéis podría llevarle un tiempo bien largo, pero se lo sabe de pe a pa. Fue elegido por votación popular después de varias adjudicaciones que no habían salido bien (dos de los jueces anteriores habían abandonado en pueblo sin más y uno de ellos está en paradero desconocido), no acababan de comulgar con la forma de pensar de los habitantes del pueblo y menos con su alcalde, persona que también conoceremos más a delante y que no tiene desperdicio. En fin que el juez, autóctono y autodidacta como te he dicho es el encargado de poner las cosas en su sitio si alguna vez se salen del tiesto. A continuación un fragmento de la ley que creó en caso de robo o hurto.

            ARTÍCULO 163.1.3
Si el objeto dejado o cualquier  otra cosa prestada llevan más de un año en tu casa, es tuyo por derecho, y el antiguo propietario no podrá en ningún caso volver a mencionar dicho objeto o cualquier otra cosa con la palabra “mío”  o “mí”, ya que no volverá a ser su  dueño legítimo. Salvo si lo prestado es una persona física o animal, pero, siempre había un pero, si la persona o animal no quiere volver, está en su derecho de quedarse donde quiera…
Sigamos pues con la historia.


La casa olía como siempre, una mezcla de varias flores con un toque de canela. Todo me recordaba a ella, y eso me dolía y a la vez me reconfortaba. Al final del pasillo a mano derecha estaba el baño, me fui hacia el. Encendí la luz, una bombilla solitaria que pendía de un cable que pedía a gritos un cambio. Dejé a mi princesa en la repisa que había al lado de la bañera, al lado del jabón y el agua de colonia. Me senté en el taburete y empecé a quitarme los calcetines, con ciervos y guirnaldas, sin duda regalo de las navidades, y me masajeé primero un pie, luego el otro.  Fui a la bañera, le puse el tapón y giré el grifo para dejar correr el agua caliente, mientras se llenaba terminé de desnudarme. Le eché una mirada a la urna, las flores pintadas parecían moverse, las acaricié.
El espejo empezaba a empañarse a causa del vapor del agua caliente, lo limpié con la mano y vi mi rostro desdibujado, cansado mirándome inquisitoriamente, aparté la mirada y apagué al agua caliente. Templé el agua abriendo la fría, me metí hasta que el agua me llego al cuello. Hacía meses que no tomaba un baño.
Despejé la mente y poco a poco fui cayendo en un sueño acogedor.

No se cuanto tiempo pasó, pero el agua ya estaba fría, y mi cuerpo como una uva pasa. Salí tiritando, agarré el albornoz y me senté en el suelo con la espalda apoyada en la bañera. Tenía las rodillas agarradas y la cabeza sobre ellas, el agua me resbalaba por el cuerpo dejando un juguetón charquito entre mis piernas.
No pude reprimir las lágrimas y las dejé caer sobre el agua que había a mis pies. Un temblor recorría mi cuerpo, muchos días aguantando no derrumbarme, ahora en la soledad el cansancio y la pena hacía mella en mí.
Levanté la vista, nublada por las lágrimas y me quedé mirando la pared. En los azulejos color azul las gotas causadas por la condensación describían caminos erráticos en una carrera  hacia el suelo. Notaba las pulsaciones en la sien, palpitaciones que hacían que un terrible dolor de cabeza asomara. Agudo, dolor agudo que hizo que cerrara los ojos con tanta fuerza que ante mi aparecieron cientos de lucecitas de colores. Más dolor. Intenté levantarme. Las piernas parecían pertenecer a otra persona. El albornoz resbalaba poco a poco hasta que cayó arremolinado a mis pies. Abrí los ojos, y nada. Los colores seguían titilando ante mí con más fuerza. Un paso, otro y me enredé con el albornoz. Mi cuerpo no respondía a la llamada de emergencia que mi cerebro mandaba y caí golpeándome la cabeza con el borde la bañera. Las luces se apagaron. Oscuridad.
El agua en torno a mi se tiñó de color rosado y alrededor de la cabeza fue formándose un perfecto y colorido trébol de cuatro hojas de color rojo intenso que se mezclaba con el agua y las lágrimas en un baile de superficiales ondulaciones.
 


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