sábado, 8 de marzo de 2014

Capítulo 5



¡Como pasa el tiempo! O las hojas en tu caso amigo lector. Hemos dejado a Mariela bajando impetuosamente la calle del campanario camino a la calle Mondadientes. Menuda mujer. Está a escasos metros de entrar en una cafetería donde seguramente pedirá dos bollos rellenos de crema y un café con leche bien caliente. Lo que ella no sabe que su rutina se verá rota a causa de los bollos, pero es otra historia y ahora mismo mejor nos centramos en la que tenemos justo aquí al lado.
El restaurante De Rechupete, uno de los más concurridos y curiosos del pueblo, y uno de mis favoritos. Como podréis ver en un momento, es casi un museo, claro, un museo muy personal de su dueño. La decoración…bueno, ya lo veréis.
Hoy es jueves, y como cada jueves el restaurante se pone a reventar, ¿y porqué? Hoy el menú es diferente, y la mujer del Jefe (como a él le gusta que le llamen, porque su nombre nunca le ha gustado. Ahora que no nos escucha, sería imposible porque para ellos no existimos, te diré su verdadero nombre. Graciano, si.) La mujer del jefe, que ya se me había ido el santo al cielo, canta, si, canta mientras los comensales cenan.
¿Verdad que tiene su qué? Mientras buscamos un sitio donde ponernos a observar, por la calle paralela al restaurante baja cabizbajo nuestro protagonista, suponemos que se dejará caer por aquí, como cada jueves.
Bueno, vamos a dejar que el restaurante y sus personajes nos cuenten como va transcurriendo el día. ¡Mirad! En la puerta está jefe y uno de sus empleados, veamos que pasa.




-¡Por ahí va el hijo del panadero!, menudo berzotas está hecho, ¡ya verás cuando se lo diga a tu padre!- Tenía la cara colorada como un tomate- Debe ser algo genético, sus padres todo el día respirando harina y cerca del horno, se les habrá reblandecido los sesos ,-agitaba un puño con indignación- así ha salido el niño. No, si ya dicen que los hijos salen a los padres, menudo alcornoque.- Se estiró hacia abajo el delantal con el nombre de su restaurante de rechupete, donde salía dibujado un niño regordete chupándose un grasiento dedo.
-No deberías ponerte así Jefe, es un niño… -se miraba la punta de sus zapatos.
-¡Pero que sabrás tú lavaplatos, es el demonio, el mismísimo diablo rebozado en harina, cuando lo coja pienso cocinarlo con verduras y mucho ajo y servirlo como plato de la semana!- Al lavaplatos le entró una arcada sólo de pensarlo.

 Cuando Jefe se ponía furioso su cara tenía el aspecto de una morsa, le temblaban los mofletes al hablar y alguna vez salpicaba con saliva a quien tuviera delante. Es un hombre grande en todos sus sentidos. Le dio un puntapié al Lavaplatos y entró en el restaurante.
De rechupete era un caserón viejo, el techo lo atravesaban vigas de madera con una mano de pintura marrón oscuro, alguna de ellas carcomidas por termitas como puños, cosa que hacía caer virutas diminutas en los platos de los clientes. Nunca nadie se quejó por eso. Al fondo de la sala, una chimenea con mas años que la campana de la iglesia, ardía a todas horas dando a la estancia un clima de lo más caliente y amenizando las comidas con su crepitar alegre. Se decía en la ciudad, que sólo esa chimenea había acabado con medio bosque, y nadie lo discutía.
 Había fotografías de Jefe en multitud de sitios, sobre todo pescando. Se le veía sonriendo al lado de una carpa que había sacado del rio. Debajo de la foto se podía leer, yo con una carpa de 28 kilos, plato del día durante tres días seguidos. Todavía se le podía escuchar alguna vez contar el trabajo que le costó sacarla del rio y que a su mujer le valió un baño y un peinado de veinticinco euros. Así había ocultado prácticamente una pared, docenas de peces distintos, desde los más pequeños, hasta los más monstruosos y feos. Estaba orgulloso.
 El otro lado del restaurante lo presidía una majestuosa barra de piedra, y quince taburetes altos, más de uno había quedado cojo, todos habían frecuentado el restaurante y sentado en unos de esos, llegándose a caer y romperse una pierna después de unas copas de más. Todos curiosamente se habían roto la pierna derecha.
Detrás de la barra, se encuentra la cocina, tan grande que se podría hacer de comer a toda la ciudad y parte de la vecina. La cocina era territorio de la mujer, campo minado para los que no trabajaban en ella. Diestra en el arte de los cuchillos y toda una experta en el despiece con hacha, sus trabajadores la temen con cualquier utensilio de cocina en sus manos. Como diría Lavaplatos, con su cuerpo de ninfa, esos ojos azul cielo de verano, la melena caoba como las brasas de la chimenea, con un chuchillo en las manos,  es tan mortal o más que la picadura de una Viuda negra. Es un encanto de mujer.  En este momento está preparando las patatas estofadas con pollo a la naranja. No sabe cocinar nada más, pero maneja los cachivaches de la cocina como ninguna. Adela, la mujer de Jefe, tiene una voz maravillosa, todos los jueves después de la cena canta su repertorio para los comensales, el precio del menú se  incrementa en tres euros. Una voz así se paga, como dice Jefe.
Hoy, de rechupete, estaba especialmente lleno. Las  cincuenta y dos mesas estaban ocupadas, nadie se quería perder el espectáculo. Jefe estaba  pletórico, hoy la caja sería cuantiosa. Con el dinero que tenía guardado y lo de hoy,  seguramente le llegaría para su regalo de aniversario de boda.
            -¡Lavaplatos, Fogones!- No era capaz de acordarse lo los nombres de sus trabajadores.- que esté todo listo para cuando os avise, ¡tú también… como te llames! A mi orden quiero todas las mesas con su vela encendida, los ceniceros de piedras de colores puestos y limpios, pero sobre todo ¡quiero los manteles relucientes!, los que llevan los peces bordados. ¡ENTENDIDO!- Se estiró el delantal hacía abajo, y se sacudió el polvo imaginario de sus zapatos.
            -¡Entendido Jefe!-, contestaron los tres tiesos como palos de escoba y salieron corriendo a buscar, los ceniceros, las velas y los manteles bordados con peces.
El  jolgorio del local iba en aumento, como las cervezas, vino, y licores. La temperatura subía gracias al trabajo forzado de la chimenea y una densa cortina de humo estaba suspendida sobre las cabezas de los clientes, amenazando con caer sobre ellos y engullirlos.

Se abrió la puerta y un viento arrabalero sacudió un par de fotografías y cayeron al suelo varias cartas con el menú. Entró un hombre. Desde la  barra, a contraluz, su silueta le daba un aire de caballero inglés despeinado. Cerró la puerta y a la claridad de la luz chispeante de las lámparas, Jefe vio quien era.

            -Tienes mala cara chico-, le puso una mano al hombro –Pasa y siéntate en la barra, hoy las mesas están todas llenas. ¡Mi dulce amor!- alzó la voz para que su mujer le oyera, no muy alta y con tono aterciopelado.- ¡Mira quien ha llegado!-se daba palmadas en su abultada barriga, -¡Sírvele algo, a ver si le cambia la cara, parece que se le haya muerto alguien!- sus carcajadas resonaron por toda la barra. Nadie se giró.
Adela fue contoneándose hasta el lado de la barra donde se encontraba su marido y el recién llegado.
            -¡Vaya, cuanto tiempo, querido!, pensábamos que estabas demasiado ocupado con tu chica como para venir a vernos. Me alegro de verte de nuevo.- Le acarició la mano con su dedo y acabó pasándole la uña brillantemente pintada de rojo por el dedo índice del chico.
            -Si, ha debido de estar muy ocupado intentando revivir esa jungla que él llama jardín- otra vez esa carcajada. Ahora su mejer se le unió con su risa aguda.
            -¡oh, vaya extranjero! ¿Qué te ha pasado en la cabeza?, menudo golpe, ¿te lo ha mirado un médico?, ¿no?, pues deberías ir, no tiene buen aspecto- Le aparto un mechón de pelo de le herida.
            -Si mi mujer lo dice, ¡Se hace!- le dio un manotazo en la espalda y obligó al extranjero a agarrarse a la barra para no caer de bruces.

La noche de aquel jueves fue impresionante, la mujer del jefe cantó como los ángeles y la gente bebió como los demonios. Se recaudó más de lo que jefe pensaba. Ya tenía regalo para su mujer. El extranjero bebió y hasta en algún momento cantó para sí canciones a dúo con Adela. Entre Copa y copa, lágrimas.


            Ha sido fantástico ¿verdad? Que espectáculo. Y como curiosidad os diré que tiempo atrás, cuando nuestro protagonista llegó a la ciudad, procedente de la gran urbe más allá de las montañas, nadie se preocupó de preguntarle como se llamaba, nadie lo hizo nunca, por ello se quedó con el nombre de Extranjero, nunca le preocupó, hasta le gustaba y como él decía, siempre hay algo en cada persona que mantener en secreto.
 



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Capítulo 4



Me despertó el sonido afilado del campanario. El reloj de la mesita de noche marcaba las seis de la tarde. Tardé un rato en poder despejar mí mente del  sueño, tenía hambre. Me incorporé y me senté en el borde de la cama, y a tientas con los pies busqué las zapatillas de estar por casa bordadas, una con un león, la otra con un cazador. Al ponerme en pie el dolor me recordó el incidente del baño y me llevé automáticamente la mano a la cabeza.- <<Esto me durará varios días>>-. Deambulé todavía sin vestir por la habitación buscando algo que ponerme. No había nada limpio, cogí la sábana y me tapé como si fuera una túnica, luego fui a la cocina y me preparé un café. Volvía a apoderarse de mí esa sensación de perdida real y la angustia de pasarme el resto de los días solo. No acabé de tomarme el café. Me levanté y salí al pasillo, dirección al jardín. Era lo único que lograba calmarme. Me anudé bien la sábana al cuerpo y fui a buscar la manguera de regadío que había colgada en la pared de la casa, al lado de la puerta. La desenrollé y accioné la palanca que daba el paso al agua. Con ella en la mano como una serpiente de un verde mate, caminé descalzo por la tierra regando flores y árboles. Tenía los pies embarrados y la túnica manchada de salpicaduras, no me importaba, me sentía bien y el dolor de cabeza parecía que me daba una tregua, la intensidad había bajado mucho, aunque seguía teniendo unas molestas palpitaciones en la parte de la herida. Sólo me quedaba el limonero de ella por regar, fue lo último que hizo antes de caer enferma. Yo la ayudé a plantarlo. Estrangulé la manguera para que no saliera agua y me fijé en el árbol que apenas había empezado a crecer. Tenía dos flores blancas. Sonreí pensando en ella, pero al fijarme en la base del escuálido tronco solté la manguera que corrió como poseída esparciendo el agua por doquier. Estaba pálido. Volvieron a mí todas las lágrimas del mundo. Allí, en la base del Limonero, sobre la arena recién movida estaba plantada la urna de mí amada. Seguía temblando, mientras, la manguera verde mate, me azotaba el cuerpo como reprendiéndome. <<¿acaso había puesto yo la urna allí? No lo recordaba en absoluto, de hecho juraría que no había salido a esa parte del jardín, la que quedaba en la parte trasera de la casa. ¿me estaré volviendo loco, o a sido el golpe?>> No tenía sentido. Me agaché llenándome las rodillas de tierra mojada y me quedé mirando la urna. Después de todo que mejor sitio sino. La coloqué bien y me puse en pie. Atrapé la manguera no sin problemas y terminé de regar lo que faltaba de jardín. El tembleque de mis manos hacía más complicada la faena. Los ojos no los apartaba de la urna. Y como no, esa sensación de que algo no iba bien, volvía para atraparme. La urna. Volví la mirada al limonero y me quede hipnotizado mirándola. Un helecho que quedaba a la izquierda recibió un buen chorro de agua durante un buen rato, mientras la tierra quedaba bien embarrada y se deslizaba poco a poco hacia mis pies.
Una punzada de dolor en mi cabeza hizo que volviera a la realidad de golpe, aparté la manguera del helecho y volví sobre mis pasos para cortar el agua. Entré en casa, dejando unas huellas bien definidas de mis pies llenos de barro por todo el pasillo hasta mi habitación. Cogí ropa que había usada en algún momento y fui al baño a lavarme los pies. Me vestí, peiné y me dispuse a salir a la calle. No podía estar en casa más rato, necesitaba tomar el aire y quizás una buena cerveza en la taberna



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domingo, 2 de marzo de 2014

Capítulo 3



El sonido de las campanas era atronador, sobresaltó a media población al dar las doce del mediodía. El mecanismo del campanario no era automático como en las demás ciudades, se había conservado el modelo original. La campanera, nombre por el que se conocía a la señora que hacía sonar la campana de más de novecientos kilos de hierro, era una mujer de gran tallaje, de cintura como tres hombres y de brazos que serían la envidia de la mitad de marineros del planeta, hacía sonar las horas atizando la campana con una gran maza de madera maciza de peso considerable. En su haber había doce modelos de maza distintos, uno para cada hora, doce sonidos. El estallido del golpeo hacía temblar a la campanera de pies a cabeza. Usaba tapones para los oídos y aún así había perdido parte de audición lo que la condicionaba a la hora de hablar, tenía una forma peculiar de pronunciar algunas palabras. Vivía en la torre del campanario, un lugar estrecho para su tamaño, pero acogedor como el que más. Una cama, un pequeño armario con doce uniformes de doce colores distintos. Cada hora un color, un sonido.
No disponía de cocina y comía en el restaurante de la calle Mondadientes, el menú del día, tres euros con noventa, patatas cocidas con pollo a la naranja y de postre, fruta, a elegir entre manzanas o peras. Cada semana cambiaban el postre.
Su baño consistía en un par de palanganas, una jarra de agua que subía del pozo de la iglesia, y jabón casero. Como única compañía, un gato,  flacucho, despeinado, con medio rabo y sordo del todo. Nació como cualquier otro gato, con cinco hermanos que su madre los cambió de lugar al día siguiente de nacer. Orejas fue abandonado por descuido. El segundo día después del nacimiento, a las doce en punto de la noche, sonó la campana, con sus doce martillazos. Quedó sordo. La Campanera lo encontró gracias a sus maullidos y apiadándose de el, lo adoptó. Una mujer muy grande, con un corazón muy grande.


Ya hemos conocido un poco mejor a la habitante del campanario y su peculiar cometido diario. Poca gente sería capaz de llevar a cabo ese trabajo. Mariela, que así se llama la campanera, pero que nadie del pueblo lo sabe, trabaja en el campanario desde bien pequeña, se podría decir que era un legado familiar y como tal ella lo realiza con un empeño difícil de igualar. Desde la muerte de su padre ella a sido la encargada de hacer sonar cada hora como es debido, con gracia y sobre todo con fuerza. A nuestra Mariela lo único que le preocupa es el funcionamiento exacto y puntual del campanario. Pero hay algo que también le preocupa, y es que pasará cuando ella ya no pueda hacerse cargo de este trabajo. Es lo único que la atormenta, y es algo que cuando pueda y piensa solucionarlo.
Con un esfuerzo grande como toda ella, Mariela ha dado seis veces a la campana con el mazo adecuado. Los tapones hacen lo justo para que no se quede sorda del todo. Max, el gato, la mira, y se pude adivinar una sonrisa gatuna de satisfacción en su peludo rostro. La campanera, ahora que tiene un rato libre vemos que baja las escaleras y se dirige al restaurante que queda a la izquierda del campanario. Calle Mondadientes, calle de bares y restaurantes.
Al otro lado de la ciudad ya se va a despertar nuestro amigo, así que vayamos a ver que tal lleva ese dolor de cabeza y ese golpe que de seguro le va a durar unos días más.
 



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capítulo 2





Abrí los ojos, no veía bien, un velo nublaba mi visión, moví el brazo entumecido y me los limpié, la mano me quedo manchada con mi propia sangre. Intenté moverme pero me dolía demasiado el cuerpo. Tenía frío tendido en el suelo desnudo, giré la cabeza, me dolía horrores. Vi la mancha de sangre casi seca. Hice el intento de levantarme, me temblaban los brazos pero logré ponerme de rodillas.
El cuarto de baño estaba revuelto, una mancha de sangre con cabello decoraba el borde de la bañera y la ventana entreabierta emitía gruñidos agudos. Estaba desorientado por el golpe en la cabeza, no sabía lo que había pasado, todo era muy confuso. Recordaba abrir el agua en la bañera y de meterme en ella, de ponerme el albornoz al salir...y nada más.
Con mi cuerpo emitiendo punzadas de dolor y los nervios y músculos gritando a todo pulmón logré ponerme en pie, abrí el grifo y me limpié la cara.  Al mirarme en el espejo vi que tenía una brecha en el lado izquierdo de la cabeza, y un chichón apunto de ser de record. No sin dolor salí tambaleándome hacia el pasillo dirección a la habitación.
La sensación de que algo no cuadraba, que algo no estaba bien, pero que no lograba saber que era, persistía en un rinconcito de mi mente. El dolor era tremendo.
Me detuve en el marco de la puerta de la habitación, agarrándome a el. Todo estaba igual a como lo dejé. La cama sin hacer y la ropa arrugada en una silla.
 Era una cama grande, como a ella le gustaba, de esas que cuando te mueves por la noche encuentras zonas frías, era muy calurosa. Tenía la manía de sacar un pie fuera de las sábanas, decía que así regulaba la temperatura de su cuerpo. Siempre me había parecido algo gracioso. El cabezal de la cama era de metal, haciendo la forma de olas de mar, o eso decía ella, a mi me parecían simples hierros deformados con cierta gracia. Pero a ella le gustaba. El resto de la estructura era igualmente de metal, menos la plataforma para el colchón, de madera rígida. Decía que para dormir no había nada mejor que la madera, hacía fluir mejor las energías del cuerpo, pero sobretodo porque mantenías la espalda recta.
Frente a la cama un espejo de cuerpo entero con sus bordes de metal haciendo juego con la cama, y a su derecha un armario de madera sin pulir. La ventana muy grande, daba al jardín y al abrirla cada mañana se podían oler todos los aromas de las flores. Una vista privilegiada.
Entré y me senté en el borde de la cama, hasta ahora no me había dado cuenta que iba desnudo, me daba igual. Abrí el cajón de la mesita que había al lado y saqué los analgésicos que tomaba siempre que me daba dolor de cabeza, que últimamente era muy a menudo. Tomé dos sin agua y me tumbé. Mirando el techo que por cierto le faltaba una mano de pintura empecé a nota el peso la narcolepsia que tiraba insistentemente de mis parpados. El sueño hizo presencia de nuevo y me abrazó transportándome a una pesadilla recurrente que no acaba de entender y que me dejaba mal cuerpo durante horas.


Dejemos durmiendo al protagonista de esta historia mientras nosotros avanzamos calle abajo. Os gustará ver como es este original pueblo y sus habitantes, que lejos queda de ser aburridos y típicos lugareños. Avancemos entonces por la calle que lleva al campanario, la iglesia de San Braulio, que lleva el nombre del primer cura que se hizo cargo de ella y sus obras allá por el año...Perdonad pero de eso hace ya mucho tiempo y no me llega la memoria para tanto. Como decía, el campanario, eso es. Es uno de los edificios más antiguos junto con el puente del ahorcado, por donde pasamos hace escasos minutos después del funeral. Y hasta allí nos acercamos, ya puedes ir viendo su majestuosa torre, y eso que brilla arriba es la famosa campana, símbolo del pueblo. Bueno dejemos ahora que la historia siga su curso mientras nosotros, meros observadores, disfrutamos de todo este espectáculo.
 



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sábado, 1 de marzo de 2014

Capítulo 1



Yo no quería un funeral con mucha gente, quería algo íntimo y eso fue lo que hice.
La ceremonia fue en la iglesia de la ciudad, una magnífica construcción que no se sabe a ciencia cierta el año de su edificación.
La ceremonia duró poco más de media hora, tiempo que se me hizo eterno, sólo quería salir de allí lo antes posible. Todo había acabado, mi historia con ella quedaba ya muy atrás. El sufrimiento lo llevaría tatuado de por vida.
 La incineración se llevo a cabo en el  crematorio de las afueras de la ciudad, justo al lado del río que la  cruzaba, en unas instalaciones que ni quiero recordar. La sala de espera donde me encontraba era circular, de colores ocres donde un par de murales de nenúfares adornaban las paredes, una butaca con la piel desgastada, un sofá con los cojines estampados en flores y una mesa demasiado baja llena de revistas de gastronomía cortesía del restaurante come bien y rápido de la ciudad.
La espera fue tensa, mis pensamientos se difuminaban mientras las manecillas del reloj, colgado de cualquier manera en la desconchada pared,  marcaban el compás de una melodía silenciosa. Por fin se abrió la puerta, y el señor que entró, con porte elegante y rostro serio me dio la urna con los restos de ella. Con una leve inclinación de cabeza el hombre de traje claro dio media vuelta y con paso decadente abandonó la sala.
El tacto de la urna, suave y frío, me devolvió a la realidad. Era de cerámica, pintada con flores de limonero, obra del alfarero de la ciudad, una obra de arte para contener los restos de la mujer más maravillosa del mundo.
-Gracias.- Le dije al hombre de traje claro que ya no estaba. –Como transportado por una nube, giré y me dirigí hacia la puerta, sin mirar atrás, sin decir nada.
No sé cómo, no lo recuerdo, pero estaba ya sentado en la parte de atrás de un taxi, al que tampoco recuerdo haber llamado. En mi regazo la tenía a ella, a mi derecha un ramo de flores, a mi izquierda un vacío opresor. El conductor, un hombre joven de piel negra y porte elegante puso en marcha el coche y el ronroneo del motor volvió a hundirme en un duerme vela.
La ciudad pasaba ante nosotros, lo único que rompía el silencio, era el crujir de la gravilla bajo las ruedas del coche.
El taxista encendió la radio con un movimiento rápido mientras observaba a su pasajero por el espejo retrovisor.

…¡si, cielos santo! Que rápido a pasado el tiempo, ya llega el día las fiestas del la ciudad, la fiesta de la Manzana huuuuuoooo... la melodía de fondo era la orquesta municipal, un jolgorio de instrumentos alocados. Este año para el ganador del concurso habrá un premio especial, un…

Un  clic, y se hizo el silencio.
Salí de mi trance y me fijé por donde íbamos, todavía quedaba un buen trecho hasta casa. Los árboles y casas pasaban desdibujados y los sonidos de la ciudad se mezclaban con los del coche.




              Una pausa querido lector, mientras nuestro protagonista de dirige a casa en un taxi que el no ha llamado déjame que te haga de turista. Avanzamos junto al taxi a una velocidad de unos noventa kilómetros por hora, una velocidad todo hay que decirlo un poco elevada, pero como no hay policías por los alrededores ni habitantes despistados que pudieran ser atropellados, dejaremos que el taxista sea el que decida la velocidad más adecuada. Como decía avanzamos junto al taxi y atravesamos el puente del Ahorcado. El nombre fue puesto en memoria del primer hombre que ajustándose una soga al cuello y el otro extremo a alguna zona del mismo puente (se desconoce donde narices pudo atar la soga, ya que no hay sobresalientes ni nada por el estilo) saltó al vacío, unos cuarenta y tres metros o cincuenta según desde donde saltara (dato que tampoco sabemos) y que por muy poco, más que ahorcado, acaba decorando las arenas que abajo le esperaban. Logró realizar su propósito, romperse el cuello con el tirón que dio la soga al acabarse la cuerda que gracilmente había dejado enroscada en puente. No calculó bien, los nervios suponemos, pero utilizó demasiada cuerda y acabo rozando con la punta de las botas le arena, eso si, muerto del todo, que eso si lo hizo bien.
             Bajo el puente, donde nace el arco, ahora hay una explanada de tupido césped, en el que se reúnen por las noches los edulcorados amantes a susurrarse promesas y demás acciones, pero  no es el momento de contaros por el bien de la intimidad de los que ahora incluso algunos son una familia honrada, no quisiéramos ponerles en un apuro. De otros, bueno, siguen viniendo por esta zona engatusando a muchachas de dudosa reputación. ¿Por donde iba? Ah, si, dice la leyenda, que el ahorcado fue el propio constructor (quizás ahora podamos llegar a entender donde ató el cabo opuesto de la soga, el sabría donde) que viendo finalizada su magna obra y quedando disgustado con el resultado final, no aguanto la situación y decidió poner fin a su vida. Pero son sólo leyendas que pasaron de generación en generación y que ya son parte de la ciudad, y como bien sabemos, la leyendas no son simples leyendas, sino que en la raíz hay algo de realidad y creedme, el famoso ahorcado si que llegó a echar raíces.
      Después de conocer un poco más del folklore del lugar volvamos con nuestro protagonista que está a punto de llegar a su destino.



Ella la llamaba mi ciudad, yo en cambio decía mi pueblo, eso la hacía rabiar, y me ganaba un pellizco doloroso en el brazo, cosa que me hacía reír a carcajadas y a ella al final también.
Llegué al pueblo hace unos años, no lo tengo muy claro, sufro de una especie de amnesia o lagunas, según que médico me vea. Venía de una gran ciudad o eso creo, a doce horas de camino en coche o quizás más, o menos, es todo tan confuso.     Fue toda una aventura para mí empezar una nueva vida en un pueblo pequeño como este. Realmente me costó habituarme a vivir en este sitio, con las calles tan amplias, sus plazas, sus pequeños comercios, pero lo que mas me costó, fue entender a la gente del pueblo. Nunca en la vida pude imaginar que gente tan dispar y pintoresca pudiesen convivir en armonía. Era un pueblo sacado de un cuento de fantasía.

El chirrido de las rudas al frenar, me despertó de la duermevela del camino. Habíamos llegado a mi casa. Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Demasiadas sensaciones me despertaba esa casa. Bajé del coche con ella todavía sobre mi pecho, y me despedí del taxista dándole un par de billetes que ni miré. Tenía esa cosa en el estómago, un cosquilleo. Miré al taxista mientras daba la vuelta para irse y me pregunté como había sabido donde vivía ¿acaso se lo había dicho? No lo recuerdo. Caminé hacia la entrada, que hacía poco había pintado de negro. Busqué las llaves en mi bolsillo y metí en la cerradura la llave de color morado. Siempre he tenido problemas con las llaves, así que ella me hizo copias de colores para que recordase donde iba cual. Ella siempre me hacía las cosas fáciles. La puerta cedió sin problemas, al abrirla gritó dándome la bienvenida, nunca me acuerdo de engrasarla. La cerré a mi espalda, y me quedé mirando el camino que llevaba hasta la puerta de casa. Polvoriento, a medio hacer y en los bordes plantaciones de diferentes colores.  Un enano de rojo sombrero puntiagudo y un fanal en la mano derecha, me invitaba a seguir el camino.
Me encaminé a la entrada y en el felpudo, píseme con cuidado, me descalcé, dejando los zapatos a un lado. Empujé la puerta, estaba abierta, nunca la cerraba, no hacía falta. En este pueblo nunca robaban, todo lo podías pedir prestado. Se le podía llamar hurto cuando llegaba el caso de que no te devolvieran lo pedido, y aún así, el juez siempre dictaminaba lo mismo.

         Cabe hacer un inciso querido y paciente lector, el juez al que el protagonista alude, que ya lo conoceremos mas adelante, es un juez autodidacta, lector compulsivo y amante de las películas sobre abogados y juicios, sabría trascribirte de una tacada todo el juicio de Nuremberg, y como sabéis podría llevarle un tiempo bien largo, pero se lo sabe de pe a pa. Fue elegido por votación popular después de varias adjudicaciones que no habían salido bien (dos de los jueces anteriores habían abandonado en pueblo sin más y uno de ellos está en paradero desconocido), no acababan de comulgar con la forma de pensar de los habitantes del pueblo y menos con su alcalde, persona que también conoceremos más a delante y que no tiene desperdicio. En fin que el juez, autóctono y autodidacta como te he dicho es el encargado de poner las cosas en su sitio si alguna vez se salen del tiesto. A continuación un fragmento de la ley que creó en caso de robo o hurto.

            ARTÍCULO 163.1.3
Si el objeto dejado o cualquier  otra cosa prestada llevan más de un año en tu casa, es tuyo por derecho, y el antiguo propietario no podrá en ningún caso volver a mencionar dicho objeto o cualquier otra cosa con la palabra “mío”  o “mí”, ya que no volverá a ser su  dueño legítimo. Salvo si lo prestado es una persona física o animal, pero, siempre había un pero, si la persona o animal no quiere volver, está en su derecho de quedarse donde quiera…
Sigamos pues con la historia.


La casa olía como siempre, una mezcla de varias flores con un toque de canela. Todo me recordaba a ella, y eso me dolía y a la vez me reconfortaba. Al final del pasillo a mano derecha estaba el baño, me fui hacia el. Encendí la luz, una bombilla solitaria que pendía de un cable que pedía a gritos un cambio. Dejé a mi princesa en la repisa que había al lado de la bañera, al lado del jabón y el agua de colonia. Me senté en el taburete y empecé a quitarme los calcetines, con ciervos y guirnaldas, sin duda regalo de las navidades, y me masajeé primero un pie, luego el otro.  Fui a la bañera, le puse el tapón y giré el grifo para dejar correr el agua caliente, mientras se llenaba terminé de desnudarme. Le eché una mirada a la urna, las flores pintadas parecían moverse, las acaricié.
El espejo empezaba a empañarse a causa del vapor del agua caliente, lo limpié con la mano y vi mi rostro desdibujado, cansado mirándome inquisitoriamente, aparté la mirada y apagué al agua caliente. Templé el agua abriendo la fría, me metí hasta que el agua me llego al cuello. Hacía meses que no tomaba un baño.
Despejé la mente y poco a poco fui cayendo en un sueño acogedor.

No se cuanto tiempo pasó, pero el agua ya estaba fría, y mi cuerpo como una uva pasa. Salí tiritando, agarré el albornoz y me senté en el suelo con la espalda apoyada en la bañera. Tenía las rodillas agarradas y la cabeza sobre ellas, el agua me resbalaba por el cuerpo dejando un juguetón charquito entre mis piernas.
No pude reprimir las lágrimas y las dejé caer sobre el agua que había a mis pies. Un temblor recorría mi cuerpo, muchos días aguantando no derrumbarme, ahora en la soledad el cansancio y la pena hacía mella en mí.
Levanté la vista, nublada por las lágrimas y me quedé mirando la pared. En los azulejos color azul las gotas causadas por la condensación describían caminos erráticos en una carrera  hacia el suelo. Notaba las pulsaciones en la sien, palpitaciones que hacían que un terrible dolor de cabeza asomara. Agudo, dolor agudo que hizo que cerrara los ojos con tanta fuerza que ante mi aparecieron cientos de lucecitas de colores. Más dolor. Intenté levantarme. Las piernas parecían pertenecer a otra persona. El albornoz resbalaba poco a poco hasta que cayó arremolinado a mis pies. Abrí los ojos, y nada. Los colores seguían titilando ante mí con más fuerza. Un paso, otro y me enredé con el albornoz. Mi cuerpo no respondía a la llamada de emergencia que mi cerebro mandaba y caí golpeándome la cabeza con el borde la bañera. Las luces se apagaron. Oscuridad.
El agua en torno a mi se tiñó de color rosado y alrededor de la cabeza fue formándose un perfecto y colorido trébol de cuatro hojas de color rojo intenso que se mezclaba con el agua y las lágrimas en un baile de superficiales ondulaciones.
 


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domingo, 23 de febrero de 2014

Preludio



                  -Deberíamos pararles, él es uno de los nuestros.
            -Con todos mis respetos director, ellos ahora mismo nos superan en numero y en infraestructura, por no decir que tienen tentáculos moviéndose por las altas esferas. –La sala era un hervidero, la tensión era evidente en los rostros de todos los allí congregados.
            -¡No podemos quedarnos de manos cruzadas!, tenemos que ayudarle, es nuestro mejor agente, el mejor. –se puso en pie y empezó a andar de un lado a otro mientras intentaba encenderse un cigarrillo sin mucho éxito.
            -Si, es el mejor. Mejor dicho, era el mejor, ya has visto lo que ha pasado, o lo paramos nosotros o lo paran ellos. Y créeme sus maneras no son nada delicadas. Nuestro agente ha puesto en peligro toda la organización, todos nuestros planes. Ya no es el que era, por mucho que me cueste admitirlo, es un peligro. –miró al hombre que seguía intentando encenderse el cigarrillo, las chispas que salían del encendedor iluminaban su rostro cansado.
            -¿y que pretendes hacer, señor Director?, ¿matarle?, porque visto lo visto es la única opción a no ser…
            -Estáis todos como regaderas, es serio. Y yo pensando que esto era una agencia de inteligencia. Como cencerros. –Unas filigranas de humo azulado y dulzón salían de la pipa mezclándose con la ya enrarecida atmósfera.
            -¡Tú cállate! Todo esto no debería haber pasado si hubieras hecho bien tu trabajo, ¡vete a la mierda tú y tu estúpida pipa!

            Los doce miembros del conclave empezaron a hablar a la vez. Las voces subieron de tono y las críticas volaban en círculos por la sala. Alguno había llegado a sacar su pistola y dejarla encima de la mesa como advertencia y varios de ellos se gritaban a la cara a escasos centímetros.

            -¡Callaos todos y sentaos! –El director se puso en pie y acompaño un gruñido gutural con una puñetazo en la mesa. –Nuestro compañero tiene razón, o lo matamos o utilizamos la máquina de la mente en blanco. Y yo me decanto por dejarle los sesos más blandos que un pastel de gelatina. –Los rostros de los miembros miraban fijamente al director, y fueron sentándose poco a poco. –Sé que todos vosotros os estaréis preguntando si funcionará, y os aseguro que si que lo hace. Los sujetos con los que hemos trabajado están perfectamente y alguno de ellos se encuentra entre nosotros. –Las miradas entre ellos se agudizaron intentando averiguar quien había pasado por ese trance. –La nueva máquina aparte de borrar, ahora es capaz de dotar al individuo de una nueva identidad, conocimientos y destrezas. Lo que queramos.

            La sala ahora estaba en un silencio que si hubiese entrado una mosca, su aleteo se habría escuchado a la perfección.
            El director miraba de uno en uno a todos los allí presentes, todos estaban atónitos y el sudor hizo aparición en más de uno.
            -Para llevar a cabo la transformación necesito vuestro apoyo ahora mismo. Todos sabéis de la importancia de nuestro agente. Su memoria reciente quedará guardada y a salvo de manos ajenas, toda la personalidad, pensamientos y recuerdos estarán almacenados en una serie de discos de alta densidad en un lugar que solo conoceremos cuatro de nosotros. Sé lo mucho que nos jugamos. Bien, ahora quiero que me apoyéis y juréis silencio.
            Todos inclinaron la cabeza en asentimiento y juraron al unísono.
-Bien, ahora que todos sabemos a que nos atenemos, debemos hacer lo posible para que nadie sepa de él. Con nuestra vida si es necesario. –Pulsó un botón que tenía delante y en menos de cinco segundos se abrió la puerta. Una ligera ráfaga de aire entró en la sala arremolinando el humo de la estancia. Un leve perfume se coló con la mujer que acababa de entrar.
-¿Está Benjamín controlado?           
-Si señor Director, está sedado y atado en la silla de la sala de interrogaciones, a sido complicado reducirlo.-Tenía los ojos llorosos, y le temblaban las manos, pero su rostro denotaba dureza.
-Perfecto Micaela, da la orden al laboratorio de que preparen la máquina y que lleven a Benjamín. Sobre todo que nadie hable con el, si es necesario, sédalo hasta dejarlo inconsciente. En una hora estaré allí con los demás.

Micaela se dio la vuelta y con ella se fue el perfume entre contoneos y sonidos de tacones de aguja.
La sala era como un velatorio, un silencio que se podía cortar y unos rostros serios y preocupados que serían la envidia de cualquier entierro.

-¡Señores! Vamos a arreglar todo este asunto. Demos a nuestro amigo una nueva vida y que Dios nos pille confesados si esto no sale bien.
 



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