El sonido de las campanas era atronador, sobresaltó
a media población al dar las doce del mediodía. El mecanismo del campanario no
era automático como en las demás ciudades, se había conservado el modelo
original. La campanera, nombre por el que se conocía a la señora que hacía
sonar la campana de más de novecientos kilos de hierro, era una mujer de gran
tallaje, de cintura como tres hombres y de brazos que serían la envidia de la
mitad de marineros del planeta, hacía sonar las horas atizando la campana con
una gran maza de madera maciza de peso considerable. En su haber había doce
modelos de maza distintos, uno para cada hora, doce sonidos. El estallido del
golpeo hacía temblar a la campanera de pies a cabeza. Usaba tapones para los
oídos y aún así había perdido parte de audición lo que la condicionaba a la
hora de hablar, tenía una forma peculiar de pronunciar algunas palabras. Vivía
en la torre del campanario, un lugar estrecho para su tamaño, pero acogedor
como el que más. Una cama, un pequeño armario con doce uniformes de doce
colores distintos. Cada hora un color, un sonido.
No disponía de cocina y comía en el
restaurante de la calle Mondadientes, el menú del día, tres euros con noventa,
patatas cocidas con pollo a la naranja y de postre, fruta, a elegir entre
manzanas o peras. Cada semana cambiaban el postre.
Su baño consistía en un par de palanganas,
una jarra de agua que subía del pozo de la iglesia, y jabón casero. Como única
compañía, un gato, flacucho, despeinado,
con medio rabo y sordo del todo. Nació como cualquier otro gato, con cinco
hermanos que su madre los cambió de lugar al día siguiente de nacer. Orejas fue
abandonado por descuido. El segundo día después del nacimiento, a las doce en
punto de la noche, sonó la campana, con sus doce martillazos. Quedó sordo. La Campanera lo encontró
gracias a sus maullidos y apiadándose de el, lo adoptó. Una mujer muy grande,
con un corazón muy grande.
Ya hemos conocido un poco
mejor a la habitante del campanario y su peculiar cometido diario. Poca gente
sería capaz de llevar a cabo ese trabajo. Mariela, que así se llama la campanera,
pero que nadie del pueblo lo sabe, trabaja en el campanario desde bien pequeña,
se podría decir que era un legado familiar y como tal ella lo realiza con un
empeño difícil de igualar. Desde la muerte de su padre ella a sido la encargada
de hacer sonar cada hora como es debido, con gracia y sobre todo con fuerza. A
nuestra Mariela lo único que le preocupa es el funcionamiento exacto y puntual
del campanario. Pero hay algo que también le preocupa, y es que pasará cuando
ella ya no pueda hacerse cargo de este trabajo. Es lo único que la atormenta, y
es algo que cuando pueda y piensa solucionarlo.
Con un esfuerzo grande como
toda ella, Mariela ha dado seis veces a la campana con el mazo adecuado. Los
tapones hacen lo justo para que no se quede sorda del todo. Max, el gato, la
mira, y se pude adivinar una sonrisa gatuna de satisfacción en su peludo
rostro. La campanera, ahora que tiene un rato libre vemos que baja las
escaleras y se dirige al restaurante que queda a la izquierda del campanario.
Calle Mondadientes, calle de bares y restaurantes.
Al otro lado de la ciudad ya
se va a despertar nuestro amigo, así que vayamos a ver que tal lleva ese dolor
de cabeza y ese golpe que de seguro le va a durar unos días más.
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